ENRIQUE KRAUZE SOBRE JUÁREZ
EL DRAMA DE LA REFORMA
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Hay dos vertientes de interpretación. La crítica a Juárez se resume en una observación de un escritor contemporáneo de Justo Sierra, Francisco G. Cosmes: «En esta conducta de Juárez, que es una de las pocas manchas que presenta su historia, se ve predominar el espíritu del cacique indígena que considera como el mayor de los crímenes el disputarle el mando ... ese apego al poder supremo le llevaba a todos los extremos, aun al de la injusticia, cuando le era disputado ... A ese sentimiento subordinaba sus deberes más importantes e imperiosos».
Por eso —concluía Cosmes—, por sentir amenazado su poder, habría actuado contra su antiguo compañero.
La vindicación la haría el propio Sierra. En su opinión, Juárez no actuaba por ambición política sino por coherencia jurídica. En su reserva y su mutismo ante la absolución póstuma de Degollado por el Congreso había una doble razón: lógica y psicológica. De acuerdo con la primera, el gobierno no podía caer en la contradicción de haber separado legalmente del mando a Degollado por una falta contra la Constitución y luego declarar que se había equivocado. En cuanto a la razón psicológica: «Juárez no era un sensiblero, ni un sentimental siquiera, era un rígido; no cruel, sino bondadoso a veces, nunca toleró que su bondad sobrepusiese en su espíritu a su criterio de justicia, aun cuando este criterio fuese contrario al de muchos, al de todos; cedía a veces por conveniencia de partido, no por convicción; creía entonces, en el fondo de su conciencia, que faltaba a su deber. Para Juárez, transigir con los enemigos de la Constitución y la Reforma, era una imperdonable falta, era un delito inexpiable; para no verse en tal caso llegaba a consentir en hacer correr graves peligros (que creía conjurar) a la nacionalidad misma. Antes que tratar con Miramón de potencia a potencia, antes de reconocerlo como un poder capaz de algún derecho, prefería acceder a la alianza con los Estados Unidos, aun cuando éstos se hubieran reservado la parte del león (tratado MacLane). A Miramón se le podía considerar como un poderoso caudillo de rebeldes y, en vista de las circunstancias, se podían acordar con él los artículos de una capitulación, no un pacto de paz. De aquí esa actitud que el grupo liberal, profundamente conmovido ante el cadáver de Degollado, sintió fría y dura, cuando era sólo quizá triste y seria. De aquí un movimiento brusco de antipatía hacia Juárez».
En el profundo análisis de Justo Sierra, Juárez aparece como el adorador religioso de entidades para él sagradas: la Constitución y la Reforma, es decir, las leyes. Así como Santos Degollado transfería su religiosidad de cristiano primitivo a la causa de la libertad, así Juárez habría transmitido, en la versión de Sierra, su inflexible religiosidad de cristiano zapoteca a su investidura presidencial: «Juárez fue siempre religioso; cuando llegó a emanciparse ... la lucha por realizar un deber de justicia y razón tomaron en su espíritu la forma de un mandato superior ... de obediencia a un decreto del altísimo ...las ideas nuevas ... entraban dentro del molde secular de su alma ...como verdades divinas, sin oxidar el inalterable hierro de sus creencias religiosas».
Pero ¿cuál era el fin ulterior de esas creencias? ¿A quién pretendía salvar Juárez, petrificado en su posición por encima de la fortuna, la adversidad y las contingencias, asido a todos los elementos constitutivos de su raíz indígena: la astucia, el recelo, el tesón, la reflexión lenta pero firme, la severidad, la sobriedad, la aparente indiferencia, la paciencia? Imposible saberlo con certeza. Es muy probable que Justo Sierra, con aquella generosidad suya tan grande como su redención de la república indígena». Redimir a los indios, «nuestros hermanos», del clérigo, de la ignorancia, de la servidumbre, de «la estúpida pobreza», fue tal vez su «recóndito y religioso anhelo».
Así se explicaría su impasibilidad ante Degollado, su actitud pasiva en Veracruz y quizás hasta su aquiescencia con MacLane. Después de todo, los indios, «nuestros hermanos», eran anteriores a México. Pero acaso quepa una hipótesis más: no desde la lógica de la justicia —la de Sierra— ni desde la de la moral —la de Cosmes—. Una hipótesis que considerando justo el análisis psicológico-religioso de Sierra introdujera, en el acto final del drama de la Reforma, un matiz nuevo.
Juárez no actuaba sólo por ambición de poder ni por apego religioso a la inmutabilidad de la ley. Juárez actuaba por un misticismo del poder. Creía representar un derecho histórico sobre esta tierra que ningún otro contemporáneo suyo tenía o siquiera sospechaba. No inventaba pasados, como los criollos. No buscaba padres fantasmales, como los mestizos. Era hijo de esta tierra y de esta historia, antes de que hubiera México y Nueva España. Antes de 1821 y 1521. Por eso debía afirmar ese poder no sólo frente a los enemigos sino frente a los amigos y a su costa. Por eso, en el extremo opuesto de Santa Anna, infundió a la silla presidencial una sacralidad que había perdido, la sacralidad de una monarquía indígena con formas legales, constitucionales, republicanas. Por eso nunca renunciaría al poder. Moriría en el poder. El poder era él.
“Siglo de Caudillos: Biografía Política de México 1810–1910” Enrique Krauze. Fabula Tusquets Editores. Cuarta Edición 2004 Págs. 146-147.
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